"Hubo un tiempo en que el pensamiento era divino, luego se hizo hombre, y ahora se ha hecho plebe. Un siglo más de lectores y el Espíritu se pudrirá, apestará"

Friedrich Nietzsche

viernes, 21 de febrero de 2014

EL CONSUMO DE LA ESPIRITUALIDAD

[Esta página lleva bastantes meses inactiva por falta de tiempo para traducir y preparar los textos, pero al fin y al cabo lo importante es que estos textos estén disponibles. Intentaré seguir publicando con cadencia variable. Hoy publico un breve artículo de Massimo Fini sobre la degradación de la espiritualidad y en particular el cedimiento cada vez mayor de la Iglesia Católica y su pérdida de valores espirituales.]


Massimo Fini
Il Fatto Quotidiano, 13 de octubre de 2012

[...] [En un programa de televisión dedicado a los Beatles] se ha dicho que los cuatro chicos de Liverpool trajeron el Oriente a Europa. Observación correcta e inteligente, pero se habría debido añadir “a nivel de la cultura de masas”. En la época moderna (los Griegos, sobre todo Heráclito, tenían contactos con el budismo ya en el siglo VI a.C.) fueron primero Schopenhauer y luego Nietzsche quienes se dirigieron a Oriente. Entre finales del siglo XIX y principios del XX también el arte europeo mira hacia Oriente. El trazo de Aubrey Beardsley, que ilustró la Salomé de Oscar Wilde, es el mismo que el de los diseños de la caligrafía japonesa [...] El extraordinario París de los años 20 y 30 pululaba de artistas japoneses (el más conocido es Foujita). Esta mirada hacia Oriente y sus filosofías expresaba una necesidad de espiritualidad frente al iluminismo racionalista, materialista de derivación kantiana, hegeliana, marxista, liberal que, comenzado con la Revolución Industrial, era dominante.

Naturalmente se trataba de un fenómeno de élite. Se ha presentado a nivel de masa en los años sesenta, con los Beatles y la experiencia hippy, llegados tras la corriente de pensamiento individualista y totalmente atea del existencialismo, como testimonio de un malestar frente al devorante economicismo del modelo de desarrollo occidental. Pero puesto que tal modelo, no por culpa de alguna diabólica ‘spectra’ que todo domina y todo controla, sino por su intrínseca, y terrorífica, capacidad de potenciarse a sí mismo, de una manera no diferente a la de las células tumorales, es capaz de englobar todo, incluso lo íntimamente antagonista, he aquí que la necesidad de espiritualidad se ha transformado casi inmediatamente en consumo de espiritualidad. La New Age, vamos. Se ven así señoras (el fenómeno afecta sobre todo a las mujeres), pero también jóvenes, sentarse en círculo recitando el mantra ‘Nam Myoho Renge Kyo’ creyendo así salvarse el alma. O leer a Osho que es una especie de chuleta o breviario sincretista de varias religiones orientales y otros textos más o menos esotéricos. O llegando, para no perder demasiado tiempo en la meditación y en la contemplación, a la cartomancia y al horóscopo.

“Mujer y bueyes de tus lugares” decía el refrán. También las religiones (como la democracia) y con más razón si tienen raíces profundas, no se pueden trasvasar a placer de una cultura a otra. Pero el hecho es que la Iglesia, católica, apostólica, romana, no ha sido capaz de interceptar esta exigencia de espiritualidad. También ella, aunque sea bimilenaria, se ha convertido en hija de su tiempo. Con el Concilio Vaticano II, del cual se celebra estos días el cincuentenario, se ha abierto al tema social. El Papa Wojtyla ha utilizado tan masivamente los medios de la modernidad (aviones, viajes, los ‘eventos’ espectaculares, el ‘papamóvil’, los ‘papaboys’, etc...) que se ha confundido con ella. Se había convertido en una popstar. Como los Beatles. Pero no sabía ni siquiera cantar.

sábado, 20 de julio de 2013

PLEGARIA DEL PARACAIDISTA



[Como he hecho en el Blog del Oso, publico algunos artículos que tenía pendientes y me despido de los lectores hasta Septiembre, cuando retomaré la actividad de este blog. Me parece oportuno como última entrada antes del verano la "plegaria del paracaidista", hermoso y formativo texto en esta época de mediocridad y flojera. Seguramente más de un lector la conocerá y no es un texto inédito en español, pero como en otros casos análogos pienso que vale la pena publicarla aquí. La "plegaria" fue encontrada en un papel, cuidadosamente doblado, en el bolsillo de la guerrera de André Zirnheld, soldado del SAS británico muerto en combate en Abril de 1942 en el desierto libio.] 


Me dirijo a ti, mi Dios, porque sólo tú puedes dar lo que uno lleva dentro.


Dame, Dios mío, lo que te sobra


Dame lo que nadie te pide nunca


No te pido el reposo


Ni la tranquilidad


Ni la del alma, ni la del cuerpo


No te pido la riqueza


Ni el éxito, ni siquiera la salud.


Todo eso te lo piden tanto


Que ya no debes tener más.


Dame, Dios mío, lo que te sobra


 Dame lo que los demás rechazan


Yo quiero la inseguridad y la inquietud


La tormenta y la pelea


Y te pido que me lo des, Dios mío, definitivamente.


Que yo pueda estar seguro de tenerlo siempre.


Porque no siempre tendré coraje


Para pedírtelo


Dame, Dios mío, lo que te sobra


Dame lo que nadie quiere.


Pero dame también el coraje


Y la fuerza y la fe


Porque sólo tú puedes dar lo que uno lleva dentro.

EL DEFECTO FUNDAMENTAL DE LA MUJER



El defecto fundamental de la mujer no es la injusticia sino la sed de poder

Francesco Lamendola

Para Schopenhauer, autor de un libelo de diecisiete capítulos sobre “El arte de tratar a las mujeres”, el defecto fundamental de la mujer es la injusticia, porque siendo más débil que el varón, para prevalecer no puede recurrir a la fuerza, sino que debe recurrir a la astucia.

Esta nos parece una tesis bastante débil, por lo menos por dos razones. La primera es que, en cualquier contienda, cada uno lucha como puede y con las armas que tiene; sería muy distinto, y algo mucho más interesante, preguntarse porqué la relación entre el hombre y la mujer deba degenerar sistemáticamente en una confrontación que debe terminar con un vencedor y un vencido. Pregunta incómoda, pero que valdría la pena plantearse, en vez de declarar que la mujer se sirve de una estrategia basada sobre la astucia. Sería también interesante preguntarse si la relación de la mujer con las demás mujeres está basada esencialmente en un espíritu de competición; porque si así fuera –como creemos y hemos sostenido otras veces- entonces habría que reflexionar sobre la enraizada tendencia agresiva y prevaricadora de la mujer, independientemente de que se encuentre de frente a un varón o a otra persona de su sexo.

La segunda razón es que la falta de sentido de la justicia no es, nos parece, una consecuencia del uso de medios taimados en la lucha sino, acaso, es la causa: el sentido de la justicia o se posee o no se posee. En el primer caso se tiende a actuar siempre lealmente con el prójimo y también con el adversario; en el segundo se tiende a un comportamiento taimado y desleal, para alcanzar el objetivo prefijado. Por tanto, si la mujer está privada del sentido de la justicia o lo tiene en medida insuficiente, ello no deriva de su presunta “debilidad” de frente al sexo masculino. ¿Quién dice, además, que la mujer sea más débil?

¿A nivel físico? Para nada: se ha observado repetidas veces, por ejemplo cuando una caravana de emigrantes debía pasar el invierno en el corazón de las montañas, sin provisiones y sin la posibilidad de alimentar el fuego (como sucedió en la trágica expedición Donner, diezmada por el hielo en Sierra Nevada en 1846-1847), que las mujeres conseguían sobrevivir más que los varones, demostrando poserr un físico más robusto y adaptable, aunque generalmente menos musculoso: pero la musculatura no es sinónimo de la fuerza global.

¿A nivel moral? También aquí se podrían citar muchos ejemplos para mostrar que, en tema de fuerza de ánimo y capacidad de afrontar las más duras adversidades de la vida, la mujer, hablando en general, está mucho más dotada que el hombre y se las sabe arreglar mucho mejor. Es ella el sexo fuerte, no el masculino.

Por tanto habría que darle la vuelta al razonamiento de Schopenhauer (en verdad no puede decirse que haya dado lo mejor de sí mismo como pensador en este librito, aunque también es pueril acusarlo de misoginia, sólo porque hablaba de las mujeres sin temor reverencial o, como dicen los psicoanalistas, sólo porque tuvo una relación difícil con la madre). La mujer siendo el sexo fuerte no teme medirse con el hombre. Sabe que en paridad de condiciones muy probablemente terminará venciendo, también porque el varón, en su inmensa ingenuidad, considera poco decoroso querer prevalecer sobre una criatura débil e indefensa, y a menudo baja las armas resignándose a a la derrota por pura caballerosidad.

Sobre la falta de sentido de la justicia, puede que Schopenhauer, no obstante lo ilógico de su razonamiento, haya dado en el clavo cuando llega a sus conclusiones; quizás la mujer adolece más que el hombre de esta falta, considerando la extremada desenvoltura con que la mujer pasa por encima de las promesas más apasionadas y reconstruye la propia vida tras las separaciones más dolorosas, con una falta de escrúpulos y de remordimientos que dejan estupefactos a muchos hombres (es inútil apuntar que también algunos hombres muestran el mismo comportamiento, sin embargo estamos convencidos de que no es típicamente masculino, mientras sí es típicamente femenino).

Si mantener las promesas o considerar sacro un juramento es índice de sentido de la justicia; si lo es aborrecer las malas acciones, como conquistar la confianza de otro ser humano y luego usarlo según la propia conveniencia, dejándolo cuando ya no sirve, entonces este defecto es ciertamente más típico de la mujer que del varón. Y ello se puede observar tanto en las relaciones de la mujer con el hombre, como en las relaciones de la mujer con las otras mujeres, y particularmente con las que parecían ser sus amigas más íntimas.

Lo repetimos: hay también hombres que se comportan así con sus amantes, con sus amigas y sus amigos, sin sentir remordimientos ni vergüenza: pero esta no es la norma, por lo menos para un verdadero hombre; para un hombre de verdad, comportarse así es inconcebible. Cuando actúa de tal manera, quizá también recurra a calumnias, murmuraciones e insinuaciones para atacar a sus adversarios, y todo ello significa que en él está presente una fortísima componente femenina. Y como es evidente, no se trata de la mejor y la más digna de admiración.

De cualquier manera, no nos parece que la injusticia sea el defecto esencial de las mujeres, aun siendo ciertamente uno de sus defectos más marcados; y siempre con las debidas excepciones, como demuestra el caso de la Antígona de Sófocles que arriesga la vida en su desafío contra una ley moralmente injusta, para dar dignos honores fúnebres al cuerpo del hermano Polínice. Pero Antígona es, precisamente, la excepción que confirma la regla.

No. El defecto fundamental de las mujeres es a nuestro parecer la firme, tenaz, aunque generalmente bien disimulada, voluntad de dominio, de ejercer un control sobre los demás, de imponer su paso y el ritmo que ellas deciden, recurriendo a todas las estrategias posbles para alcanzar este fin. El disimulo, la ocultación, la mentira, la traición a la palabra dada, son por ellas utilizadas –sin el menor escrúpulo y con rarísimas manifestacones de arrepentimiento- en la medida en que pueden conducir al  resultado deseado.

La mujer, más que el hombre, está devorada por una abrasadora sed de poder: expresión que hay que tomar en su significado más amplio y general, no sólo en el campo de la política. Aunque por otra parte los ejemplos de Zenobia, de Marozia, de Isabel de Inglaterra, de Golda Meir e Indira Gandhi, sólo por nombrar algunas, muestran suficientemente cúan lejos de la verdad están los que afirman que el genio de la mujer no es esencialmente político o, en cualquier caso, lo es en medida infinitamente menor que el del hombre.

El poder político es sólo un aspecto, es verdad que el más aparente, pero en nuestra opinión no el que más a fondo llega e impregna la vida y la sociedad. Si nos preguntamos quién tiene el poder en muchísimas parejas, en muchísimas familias, en muchísimas oficinas, en muchísimas instituciones, sean públicas o privadas, se terminará constatando cómo la mujer, actuando de manera menos llamativa y evidente, pero mucho más sutil y determinada que el hombre, ha conseguido conquistar posiciones de absoluta preeminencia, que a menudo son prácticamente inexpugnables. La gran mayoría de las mujeres no aman una relación de paridad: desean prevalecer. Pero son lo bastante listas para no dejarlo ver, por lo cual actúan con extremada habilidad para disimular su objetivo, que es el de conquistar una posición de poder, generalmente afectivo, desde la cual imponer a la otra parte –hijos, maridos, amigos, amigas, colegas, amantes, etcétera- la línea de conducta más ventajosa para ellas. En particular reservándose la posibilidad de concederse o negarse cuando y cómo lo desean y sin que a la otra parte le sea reconocido un análogo derecho.

Así, lo que ellas ni conceden ni perdonan a los demás, se lo reservan para ellas mismas con total tranquilidad y, casi se diría, con total inocencia, si fuese posible usar sin sonrojarse la palabra en este contexto; consideran natural, e incluso un deber, que los demás se adapten con paciencia a todos sus humores, a su avanzar y retroceder; pero no aceptarían nunca, ellas, tener que adaptarse a comportamientos análogos por parte de los demás.

La mayor parte de las mujeres están acostumbradas a no conceder nada, ni siquiera una sonrisa, sin que haya detrás un cálculo preciso, y siempre cuidando de que cualquier mínima concesión por su parte tome la forma de un don generoso que los otros, si fuera por ellos, no se merecerían; así son propensas a retirar en cualquier momento todos aquellos gestos o comportamientos que han generado esperanzas o expectativas en los demás, y siempre con el mismo fin: evitar el ponerse en la posición de “deber” algo a alguien, evitar dejarse apresar en esquemas que se puedan preveer y menos aún dar por sentados.

En resumen, la mujer quiere ser siempre la que lleve la batuta en el juego, en cualquier juego, también en los que no quiere participar: porque raramente será tan directa que diga “no” y basta; muy probablemente mantendrá a los otros en la duda, dejando entreabierta la puerta tras de sí, sin decir de manerta categórica ni sí ni no. Lo que en los demás, y especialmente en el varón, juzgaría una intolerable descortesía, por su parte lo hace tranquilamente, y se sorprendería mucho si alguien le hiciera notar cúan ensordecedoras sean sus inesperadas desapariciones y cuán invasivas sus entradas, igualmente repentinas.

No hay nada de pérfido, de diabólico, en todo esto; y no hay nada de misógino en decir tales cosas. Las mujeres no son pérfidas o diabólicas porque persiguen el poder: probablemente lo hacen por un instinto ancestral, que tiene que ver con la maternidad y con la responsabilidad de proteger a los hijos y de asegurar la colaboración del padre.

Cierto, como todos los instintos también este habría que tenerlo controlado con la razón y con la voluntad, para evitar que llegue más lejos de lo que es necesario y justo, terminando por volverse destructivo, en el sentido de que llega a entrar en conflicto con los mismos objetivos que son su razón de ser.

Por ejemplo, una madre excesivamente celosa y posesiva terminará por inducir a los hijos a alejarse de ella; pero no del modo que es justo y natural, como los aguiluchos que cuando llega el momento levantan el vuelo y se van del nido; sino de manera negativa, con acritud y con ásperas recriminaciones por ambas partes.

Lo mismo vale para el instinto de la mujer que quiere retener consigo al propio hombre, el padre de sus hijos: si el juego se ve demasiado claramente, el hombre siente que se ahoga, se siente manipulado y encerrado en una jaula y termina, antes o después, por escapar de una relación que al final le parecerá una auténtica prisión.

La verdadera habilidad de la mujer está en perseguir sus finalidades de poder sin dejar que se note demasiado, es más sin que se vea mínimamente; de una mujer así se dice que tiene estilo, clase, etcétera.

Es casi inútil observar que la verdadera mujer de clase no es simplemente la que consigue disimular sus juegos de poder, sea en la pareja, en la familia o en el ambiente de trabajo, sino la que logra mantener su propio instinto de poder dentro de unos límites razonables, y a construir con las otras personas relaciones basadas en la medida de lo posible sobre la confianza, la justicia, la sinceridad de los sentimientos.

Sólo una mujer de este tipo conseguirá encontrar receptividad en personas de calidad, sean hijos o maridos o amigas o cualquier otro: porque lo similar atrae a lo similar y la tendencia a manipular funciona como catalizador de otras tendencias, no precisamente nobles, en el ánimo humano: la tendencia a comportarse de manera taimada, a intrigar, a engañar, a instrumentalizar al otro.

En breve, se cosecha lo que se ha sembrado; y querer ejercer un control egoísta sobre el otro no puede más que producir los frutos amargos de la falta de armonía y la infelicidad, que dejan tras de sí largas secuelas de decepción, rencor e incluso deseos de venganza. El tipo femenino mejor no es, por tanto, el que no conoce el instinto de dominio y de manipulación sobre los demás, sino el que lucha victoriosamente contra sus excesos y consigue transformar en virtudes admirables las que, de otra manera, se revelan inevitablemente como defectos más bien graves.

Sólo este tipo fermenino “superior” puede ser una madre amorosa, sin ser sofocante; una hija afectuosa, sin estar sometida; una colega de trabajo disponible y generosa, sin perder su personalidad; y una compañera leal y apasionada del hombre.

EL CORTOCIRCUITO DE LAS CULTURAS SUPERIORES


Massimo Fini
Il Gazzettino, 8 giugno 2012



Claude Lévi-Strauss, filósofo y antropólogo francés, dividía las sociedades en “frías” y “calientes”. Las primeras son tendencialmente estáticas y privilegian el equilibrio y la armonía en detrimento de la eficiencia económica y tecnológica. Las segundas, a las cuales pertenece la nuestra, son dinámicas y escogen la eficiencia y el desarrollo económico en perjuicio sin embargo del equilibrio, puesto que “producen entropía, desorden, conflictos sociales y luchas políticas, contra todo lo cual los primitivos se protegen y quizás de manera más consciente y sistemática de cuanto suponemos”. No existen por tanto “culturas inferiores” y “culturas superiores”. Se trata simplemente de sociedades diversas que parten de presupuestos diversos, cada una de las cuales desarrolla solamente algunas de las potencialidades, y no las otras, presentes en la naturaleza humana.



De cualquier manera el problema de las sociedades dinámicas es que terminan por ser ahogadas por su mismo dinamismo y por fracasar justamente en el terreno económico, que es donde han apostado todo, marginalizando las demás exigencias humanas. Estas sociedades en efecto no sólo no pueden dar marcha atrás sino que no pueden ni siquiera mantener la velocidad adquirida, deben siempre aumentarla. Cuando esto ya no es posible la cinta se rebobina hacia atrás con velocidad supersónica consumiendo en poquísimo tiempo lo que había sido adquirido en siglos de marcha triunfal. Este es el riesgo que corremos nosotros, hoy.



Hagamos un ejemplo mínimo que se refiere a la situación italiana, pero cuyo significado puede ser extendido a todo el modelo de desarrollo occidental, basado en el crecimiento infinito. La otra noche estaba participando en un debate con el diputado Roberto Rosso, del PdL [NOTA: Partido de Berlusconi] quien sostenía que los dependientes píublicos son una enormidad, tres millones y medio, y era necesario redimensionarlos drásticamente.



“De acuerdo”, repliqué. “Supongamos que sea posible quitar de enmedio un millón usando algún ‘amortizador social’. Pero este millón perderá mucha de su capacidad adquisitiva creando dificultades a las empresas, que se verán obligadas a prescindir de empleados y obreros quienes perderán, a su vez, poder adquisitivo y capacidad de consumo, originando por tanto ulteriores dificultades para las empresas, que deberán liberarse de más personal o cerrar, en un círculo del cual no se ve el final.”



Es solamente un ejemplo. Pero toda la situación actual está plagada de estos bloqueos, comenzando por el binomio inconciliable de rigor y crecimiento, evocado talmúdicamente en todos los discursos, por el gobierno, por políticos, economistas, sindicatos, cuando ya no se puede crecer más.



Y viene la hórrida sospecha de que quizá no se equivocasen totalmente aquellos primitivos que se han negado a entrar en el maravilloso mundo de la “cultura superior” y por lo menos se han ahorrado el estrés cotidiano del spread, del FTSI y el MIB, de la Bolsa, de los mercados, de la spending review, de los tipos de interés, las hipotecas, la BCE, la FED, el FMI, el IBAN, el ABE, el PIN, las contraseñas, el iPhone, el iPad, del tablet, de la TDT, del cable para la HDTV; y la frustración, sobre la cual el tinglado se sostiene, de ver pasar al vecino con el BMW mientras tú te tienes que conformar, como Fantozzi [NOTA: Personaje cómico italiano símbolo del pobre capullo, el empleado medio frustrado y desafortunado],  con un utilitario.

DEMOCRACIA Y VIOLENCIA



Massimo Fini

Il Fatto Quotidiano, 16 giugno 2012





El periódico “Il Foglio” nos informa de que la “filósofa feminista” Luisa Muraro en un panfleto que lleva el título de ’Dios es violento’ reflexiona sobre la legitimidad del uso de la violencia en una democracia, contra el mismo poder democrático. Ha surgido de esto un debate en el cual han intervenido, sobre todo, feministas más o menos históricas, que con gran desenvoltura han olvidado sus mantras sobre la ‘no violencia’ con la cual nos han inflado los cojones a todos durante decenios, tendiendo a dar una respuesta afirmativa, aunque en términos suficientemente retorcidos como para poder esconder la mano tras haber arrojado la piedra. 



En verdad esta cuestión yo la había planteado ya en 2004 con un libro, “Súbditos. Manifiesto contra la democracia” [NOTA: libro del cual han sido publicados amplios extractos en este blog] que tuvo buena aceptación entre el público (150.000 copias, a día de hoy) pero fue silenciado por la ‘intelligentsiya’. No entiendo (o quizás entiendo demasiado bien) porqué si ciertas cosas las dice la Muraro merecen consideración mientras que si las digo yo, incluso con una cierta antelación, no. Pero dejemos esto. Es un mérito indudable de la Muraro haber escogido el momento justo. Porque después de medio siglo de opresión partidocrática que nos ha llevado donde ahora estamos, y no sólo desde el punto de vista económico, hay en la calle –es inútil ignorarlo- muchas ganas de llegar a las manos.  



La cosa es obviamente delicadísima. Por razones ligadas a nuestra historia reciente y por cuestiones teóricas. Ya en el ’68 se sostenía que la violencia estaba legitimada por la ‘violencia del sistema’. Pero el ’68 ha sido algo ‘cómico y camorrístico’ por usar una expresión de Luigi Einaudi referida a la masonería, una cosa de hijos de la burguesía que se derramaban por las calles gritando “matar a un fascista no es delito”, “fascistas, burgueses, os quedan pocos meses”, pero que en realidad aspiraban sólo a llegar a ser directores de un gran periódico o presentadores de algún programa televisivo. Más serio ha sido el terrorismo pero, además de que como el ’68 se apoyaba en una ideología moribunda como el marxismo-leninismo, no es ciertamente este el tipo de violencia al que piensa la Muraro; ella piensa a una violencia de masa, una violencia popular.



Cuestión teórica. Las democracias no dudan de que sea legítimo abatir a los dictadores con la violencia (una cuestión que se ha planteado desde la antigüedad, ya Séneca se preguntaba si era lícito matar a un tirano). Es así que las ‘revueltas árabes’ han sido vistas muy favorablemente y en algunos casos (Libia) ayudadas también manumilitari y además de manera del todo arbitraria.



¿Pero en una democracia? ¿Qué necesidad hay de la violencia? Está el voto. La Muraro sostiene que la violencia es legítima porque, de hecho, se ha roto el ‘contrato social’. Interpelado yo mismo por “Il Foglio” he respondido que más que muerto el contrato social no ha existido nunca. Porque la democracia representativa no ha sido nunca, ya desde sus orígenes, democracia, sino un sistema de oligarquías, de aristocracias enmascaradas, de lobbies, de partidos, que pisotean al ciudadano que no se alinea, el que no besa los pies y se reduce al estado de súbdito. Por muy paradójico que pueda parecer precisamente la democracia ha traicionado el pensamiento liberal que pretendía valorizar capacidades, méritos, potencialidades de la persona individual, del hombre libre que no acepta estas subordinaciones feudales y que, si existiera realmente la democracia, sería el ciudadano ideal y en cambio se convierte en la víctima designada.



Contra esta estafa bien organizada es lícita la revuelta, también violenta si es necesario. Por lo demás las Democracias han nacido en medio de ríos de sangre y no se ve ninguna razón por la que, habiendo traicionado lo que debía ser su esencia, no se pueda y no se deba responder con la misma moneda.

lunes, 24 de junio de 2013

EL MERCADO DEL TRABAJO O CÓMO LOS HOMBRES SE VUELVEN MERCANCÍA


[Antes de empezar ciclos nuevos, publicaré algunos breves artículos de Massimo Fini sobre temas variados.]
  
Massimo Fini


Il Gazzettino, 31 marzo 2012

  


Hoy se habla tranquilamente e impunemente de “mercado del trabajo”. Ni siquiera los sindicatos se escandalizan de que el hombre (sus energías físicas e intelectuales) sea considerado una mercancía. Pero antes de la Revolución industrial, en la sociedad de campesinos y artesanos, el hombre no había sido nunca una mercancía. Es el diverso modo de pensar, de concebir y de sentir al trabajador lo que marca la diferencia entre las sociedades llamadas “tradicionales” y la que se afirma con la Revolución Industrial. El señor, el maestro artesano, el amo del taller no consideran a sus dependientes una mercancía ni ellos se sienten tales. Las relaciones son tan totalmente entrelazadas, complejas y personales que el valor económico de las recíprocas prestaciones está englobado en ello y no puede ser separado. El feudatario puede considerar el siervo de su casa incluso una propiedad suya, pero siempre como una persona, no como cosa, objeto, mercancía. La actividad del dependiente está incorporada en su persona.



Cuando con la Revolución Industrial se separa conceptualmente y ficticiamente el trabajo (esto es la energía humana) de la persona que lo realiza y se objetiviza aquél, entonces el trabajo se convierte efectivamente en una mercancía que puede ser comprada y vendida, o también considerada caducada como todas las demás, y que como las otras está sometida a los mecanismos y las reglas del mercado. Entre ellas está, muy actual en tiempos de “despidos por motivos económicos”, la llamada “productividad marginal del trabajo” que es el valor añadido al producto por la incorporación de un trabajador más.



En la actual economía si este valor es nulo o insuficiente, al trabajador antes o después se le expulsa y tiene que buscarse otro sitio, donde su productividad marginal sea remunerativa. ¿Qué habría sucedido en la economía tradicional si en un campo, del cual diez personas vivían, alguien se hubiera dado cuenta de que el trabajo de dos de ellos era superfluo, siendo suficiente el de los otros ocho para mantenerlos a todos? ¿Habrían expulsado a los dos a patadas? De ninguna manera.



Se habrían dividido el trabajo entre los diez, aprovechando el mayor tiempo disponible para ir al bar, jugar a los bolos, cortejar a la futura esposa. A aquellos hombres les importaba satisfacer sus necesidades; cuando éstas estaban cubiertas, tanto mejor si repartiéndose el trabajo entre muchos se podían dedicar a otra cosa. Era gente generalmente ligada por vínculos de parentela y de cualquier manera por relaciones estrechísimas, que estaban juntos sobre la base de un proyecto existencial común donde “lo económico”, mientras la subsistencia estuviese garantizada, tenía una importancia secundaria respecto a los demás elementos de la vida. (P. Fitoussi, “El debate prohibido”).



Hoy somos unos “esclavos asalariados”, unos objetos, unas mercancías. No dependemos ya de hombres sino de empresas que dependen de bancos que dependen del dinero. Y en conjunto dependemos todos, también las moscas de los caballos que tiran del carro; piensan que son ellas quienes lo conducen y simplemente son quienes sacan tajada, en la más despiadada de las dictaduras y sin que ello provoque la menor inquietud; la dictadura de un mecanismo anónimo, sin rostro al que se llama “mercado”, es más “los mercados”.

lunes, 10 de junio de 2013

CARTA DE ÁLVARO OBREGÓN A SU HIJO






[El texto de esta semana no es una traducción porque - afortunadamente - mejicanos y españoles nos entendemos todavía en la misma lengua. Se trata de una carta del militar y político Álvaro Obregón, que participó en la Revolucion Mejicana y fue presidente de Méjico, dirigida a su hijo y fechada en el año 1928, el mismo año en que murió asesinado. Leyendo estas pocas líneas podemos observar la caída abismal que hay desde esta forma de hablar a los hijos a las necedades de la pedagogía moderna, y comparar una paternidad digna con la larva actual del "mammo". No es que haya grandes revelaciones en estas palabras, al contrario; son cosas básicas que siempre ha sabido casi instintivamente cualquier padre de recto criterio. Pero hoy en día parecen de otro mundo, y a la multitud de los necios le faltará tiempo para decir que son discursos "antiguos", "superados"... también esto da la medida de la decadencia actual de nuestra sociedad, que parece querer formar sólo niños mimados.]  

Cajeme, Sonora, junio 27 de 1928.

Sr.Humberto Obregón.

México, D.F.
Mi querido hijo Humberto:
  
Este día reviste gran trascendencia en tu vida porque marca la fecha en que llegas a la mayoría de edad, produciendo este acontecimiento la transición de mayor importancia en la vida del hombre. Hoy asumes, por ministerio de la ley, el honroso título de ciudadano y te substraes de la patria potestad que a tu padre ponía en posesión de la dirección de tus actos; asumes por lo mismo, toda la responsabilidad de tu futuro, sin que esto signifique -por supuesto- que yo me considere relevado de la constante obligación que los padres tenemos para aconsejar y apoyar a nuestros hijos. Y he querido, con motivo de esta fecha, darte algunos consejos derivados de los conocimientos adquiridos con mi experiencia y con el conocimiento del corazón humano, que la intensidad de mi vida me ha permitido adquirir y del privilegio que del destino he recibido al permitirme actuar en todas las clases sociales que integran la familia humana.
  
No pretendo incurrir en el error tan común en los padres, de querer transmitir su propia experiencia a los hijos; si la juventud es tan hermosa, lo es precisamente porque carece de esa experiencia. La experiencia no es sino el resumen de todas las rectificaciones que el tiempo, al transcurrir, viene haciendo del bello concepto que de la vida y de nuestros semejantes nos formamos, desde que entramos en posesión de nuestras propias facultades.

Lo primero que necesitan los hombres para orientar sus facultades en la vida, y para protegerse y defenderse de las circunstancias que le son adversas y que por causas ajenas a su voluntad convergen sobre su voluntad, es clasificarse.

Clasificarse ha sido uno de los problemas, cuyo alcance, son muy pocos los que saben comprender. Tú debes, por lo tanto, empezar por hacerlo y voy a auxiliarte con mi experiencia.
  
Tú perteneces a ese grupo de ineptos que integran, con muy raras excepciones, los hijos de personas que han alcanzado posiciones más o menos elevadas, que se acostumbran desde su niñez a recibir toda clase de atenciones y agasajos, y a tener muchas cosas que los demás niños no tienen y que van por esto, perdiendo la noción de las grandes verdades de la vida y penetrando en un mundo que lo ofrece todo sin exigir nada, creándoles una impresión de superioridad que llega a hacerles creer que sus propias condiciones son las que los hacen acreedores de esa posición privilegiada. Los que nacen y crecen bajo el amparo de posiciones elevadas, están condenados por una ley fatal, a mirar siempre para abajo,porque sienten que todo lo que les rodea está más abajo del sitio en que a ellos los han colocado los azares del destino, y cualquier objetivo que elijan como una idealidad de sus actividades, tiene que ser inferior al plano en el que ellos se  encuentran.
  
En cambio, los que pertenecen a las clases humildes y se desarrollan en el ambiente de modestia máxima, están destinados, felizmente, a mirar siempre para arriba porque todo lo que les rodea es superior al medio en que ellos actúan, lo mismo en el panorama de sus ojos que en el de su espíritu, y todos los objetivos de su idealidad tienen que buscarlos siempre sobre planos ascendentes.
  
Y en ese constante esfuerzo por liberarse de la posición desventajosa en que las contingencias de la vida los han colocado, fortalecen su carácter y apuran su ingenio, y logran en muchos casos adquirir una preparación que les permita seguir una trayectoria siempre ascendente. El ingenio, que no es una ciencia y que, por lo tanto, no se puede aprender en ningún centro de educación, significa el mejor aliado en la lucha por la vida y sólo pueden adquirirlo los que han sido forzados por su propio destino a encontrarlo en el constante esfuerzo de sus propias facultades. El ingenio no es patrimonio de los niños o jóvenes que han realizado ningún esfuerzo para adquirir lo que necesitan.
  
El valor de las cosas, lo determina el esfuerzo que se realiza para adquirirlas y cuando todo puede obtenerse sin realizar ninguno, se pierde la noción de lo que el esfuerzo vale y se ignora el importante papel que éste desempeña en la resolución de los problemas importantes de la vida, y el tiempo que nos sobra, nos aleja de la virtud y nos acerca al vicio. Y éste es el otro factor negativo para los que nacen al amparo de posiciones ventajosas.
  
Todos los padres generalmente recomiendan a sus hijos huir de los vicios. Yo he creído siempre que existe un solo vicio, que se llama "exceso" y que de éste, deben todos los hombres tratar de liberarse. Yo conozco casos de muchas personas que de la virtud hacen un vicio, cuando se han excedido en practicarla. Procura siempre no incurrir en ningún exceso y nadie podrá decir que tengas un solo vicio.
  
El objetivo lógico de todo hombre que se inicia en la lucha por la vida, debe encaminarse a obtener todo aquello que le es indispensable para la satisfacción de sus propias necesidades. Obtener lo indispensable y hasta lo necesario resulta relativamente fácil para un hombre honesto, que no practica ningún exceso que le reste su tiempo y le mengüe los ingresos de su trabajo. Cualquier esfuerzo encaminado a realizar estos propósitos, estará siempre justificado y es  siempre reconocido por todos nuestros semejantes, pero si se incurre en el error, tan común desgraciadamente, de caer bajo la influencia de lo superfluo, todo sacrificio resultará estéril, porque el mundo de lo superfluo es infinito, no reconoce límites y son mayores sus exigencias mientras mayor satisfacción se pretende darle.
  
Es lo superfluo el más grande enemigo de la familia humana, y a este imperio de la vanidad se ha sacrificado mucho del bienestar y de la tranquilidad que los hombres disfrutarían, si a sus imperativos hubieran logrado substraerse, y se ha perdido mucho del honor que en holocausto a lo superfluo se ha sacrificado.
  
De todas estas verdades, solamente pueden librarse los que, teniendo un espíritu superior, llegan a constituir las excepciones de las reglas que siempre se refieren a los casos normales. Si tú logras constituir una de esas excepciones, tendrás que aceptar que has sido un privilegiado del destino, logrando así para honor tuyo y satisfacción de tu padre, librarte de los precedentes establecidos y podrás crearte una personalidad propia, cuyo mérito lograrás sin esfuerzo que todos reconozcan.
  
Éstos son los deseos de tu padre y lo serían de tu madre, si a ella el destino no la hubiera privado de la infinita ventura que una madre debe experimentar cuando su hijo primogénito llega a su mayoría de edad, sin haberles dado a sus padres un motivo de rubor o pesar como es el caso tuyo.
  
Gral. Álvaro Obregón.